Preámbulo de un Nacimiento
¿Adónde comienza tu historia?
¿Habrá comenzado aquel día en que por primera vez mis ojos se deslumbraron ante la belleza exuberante de tu madre, mientras yo, enmudecido, la observaba pasmado desde aquel sillón que resguardaba a un hombre acabado de tomar de rehén por el amor súbito?
¿O habrá empezado cuando comenzamos a desearte en secreto, cuando nos dijeron que tu venida al mundo nos costaría mucho esfuerzo y a tu madre tendrían que operarla para que algún día nos bendigas con tu llegada?
Realmente no tengo la respuesta que andas buscando.
Lo que si te puedo decir es que estas aquí por amor.
Estas aquí porque a dos personas les resulto imposible dejar de respirarse, les resulto inútil cualquier intento de separación, les fue imposible deponer sus deseos de querer estar siempre unidos, de querer abrazarse, de querer por siempre amarse.
Estas aquí por ese impulso sobrecogedor que imposibilita que la razón permee las acciones y que la lógica decida el ¨mejor momento¨ para los grandes acontecimientos como tú.
Porque aquel ¨mejor momento¨ nunca existió, nunca fue, jamás ocurrió. El momento adecuado lo decidiste tú, mi criatura a existir.
Tu fuerte voluntad se sobrepuso a cualquiera de las convenciones sociales que llegaste destruyendo como los grandes hombres y mujeres de esta humanidad.
Te conocí por primera vez mientras tu corazón valiente retumbaba por todo el departamento de sonografía, mientras yo y tu madre nos mirábamos incrédulos, incapaces de entender lo que nuestros oídos confirmaban.
Unos minutos antes, mientras tratábamos de ver en la pantalla si aquellos quistes que amenazaban tu llegada se habían por fin desaparecido, lo último que pensamos es que ya habías tomado posesión del vientre de la amorosa madre de la que te tocará ser hijo.
Llegaste así, de sorpresa, como siempre llegan las mejores cosas de la vida.
Y mes tras mes, tu llegada se fue haciendo más obvia, más evidente, ensanchándose cada vez más hasta que resultó imposible dejar de pensarte y sentir que ya pronto estarías con nosotros, revistiendo nuestros días de lo impredecible, del sublime misterio que hace de esta vida una aventura a ser intensamente vivida. Y un día que aparentaba ser como cualquier otro, decidiste por fin tocar nuestras puertas.
El día de tu llegada
El temblor que inaugura la existencia ha comenzado su procesión.
Cuarenta semanas de espera han catapultado el misterio de la vida y ya casi lo hacen algo palpable. Ya pronto las nauseas, los vómitos, los antojos, y el resto de los síntomas causados por la fusión de dos almas serán relegados por un pequeño ser humano que transformará por completo la vida de los responsables de haber incitado su llegada al mundo.
De repente, los ojos de la madre se pierden en los del padre, y sin decir absolutamente nada una corriente de emoción se instala en el espacio que separa sus miradas.
La madre, como reiterando lo ya conocido, pronuncia con mesura lo que el padre sospecha: » ¡Aarón ya viene en camino!».
Un oleaje de dolor comienza a instalarse como una espada divina responsable de hacer espuma el mar que divide lo abstracto de lo real, lo innacido de aquello que respira, la invisibilidad del feto de la cruda vida del recién nacido.
Las palpitaciones se aceleran y padre y madre parten hacia la clínica a recibir a su primerizo.
Una austera sala de preparto los espera, adornada solamente con una camilla y un monitor.
Gradualmente, una danza enturbiada de suplicios, esperanza y aflicción comienza a consumir a la madre mientras siente como si la misma tierra se abriera en su entrepierna, y su cuerpo regurgitara en un espasmo interminable.
El padre trata en vano de consolar a su amada, tomándola en un abrazo tierno mientras sus manos acarician su espalda acongojada.
Los minutos parecen congelarse y las horas se hacen interminables. Pareciese como si cada momento reflejara la infinita ligereza de la eternidad.
Con cada suspiro la marea de dolor sigue acrecentándose y la madre comienza a cruzar el calvario que separa los vivos de los que no han nacido.
Luego de catorce horas de labor de parto, la doctora toma una decisión: “El bebe no está bajando. Tendremos que proceder con una cesárea.”
A las tres de la mañana, la más insondable hora de la noche, se inicia la intervención.
La madre, temblando por el frio inducido por la anestesia, aprieta firmemente las manos del padre.
Sus corazones están estáticos con la idea de que en solo momentos el rostro de su recién nacido dejará de ser un misterio.
De repente, un llanto poderoso ilumina el quirófano mientras un diminuto ser humana grita y patalea por entre los residuos del ambiente que lo contuvo por casi diez meses.
Las manos de los doctores lo alzan hacia el cielo mientras el milagro de la vida vuelve a irradiar su magia por entre los corazones de aquellos presentes.
El padre y la madre, extasiados por la incumbrable experiencia, lloran de alegría mientras le es entregado su pequeño tesoro.
Ya nada volverá a ser igual.
Ha nacido un niño y con él ha nacido un padre y una madre.
El capullo ya se ha abierto, y otro caminante ha llegado a la vida, listo para conquistar su propio destino por entre la aspereza de los días y la embriagante sensación de estar vivo.