“Explícamele al caballero en garabato que quiero una falda tradicional”, me decía uno de los integrantes del equipo de filmación dominicana que estuvieron en Yemen hace unos años.
La lengua árabe, considerada por el gobierno americano como una de las cuatro lenguas más difíciles de aprender junto con el coreano, el chino, y el ruso, fue apodada cariñosamente con aquella jocosa palabra durante las tres semanas de rodaje.
Hace unos días, mientras leía sobre la influencia del árabe en la lengua española, descubrí que la palabra algarabía, definida oficialmente por la real academia como “un griterío confuso de varias personas que hablan a un tiempo”, surgió del apodo dado por los cristianos a la lengua hablada por los moros durante la Reconquista Española.
Si comparamos las dos palabras, algarabío y garabato, nos damos cuenta que la percepción que tuvieron aquellos españoles hace mil años no está muy lejos de la que tuvieron nuestros paisanos cuando anduvieron por tierra yemenita.
Me puedo imaginar a los héroes de antaño refiriéndose a la “luga arabiya” (lengua árabe), aquella ‘algarabía’ ininteligible que los había invadido durante más de setecientos años, de la misma manera en que la palabra garabato surgió naturalmente entre los siete integrantes del equipo dominicano.
Aunque los moros fueron expulsados de España en 1492, aquellos héroes de la Reconquista nunca se imaginaron que aquel ‘algarabitoso’ lenguaje se había hecho paso por las cordilleras de la lengua española, marcando su influencia arrolladoramente.
El castellano moderno, surgido en el reinado de Castilla (norte de España) durante el siglo 9 d.C., nació durante la misma época en que el lenguaje árabe dominaba la península ibérica. Es por esto que mientras el castellano nacía, la lengua árabe se había auto-designado como comadrona oficial de aquel parto lingüístico.
Durante los nueve meses que viví en España, me reía mucho con la resistencia generalizada del pueblo español a pronunciar los anglicismos que comúnmente utilizamos en Latino América. Aparentemente, los mismos que se resistían no se habían dado cuenta que los arabismos se habían quedado para siempre en el nervio central de su lengua.
Cientos de términos son testigos de esta preponderancia lingüística, comenzando por ‘ojalá’, que proviene de la palabra Inshallah (Dios mediante), loca, que proviene de la palabra ‘lawqa’ (idiota), alcohol, azúcar, aceituna, albóndiga y jirafa: algunos términos que pertenecen al ocho por ciento de todas las palabras en la lengua española, directamente derivadas del árabe.
Como confirmado por el gobierno americano, la lengua árabe no es fácil de aprender debido a una multiplicidad de causas.
Entre estas, encontramos la dificultad de pronunciar algunos fonemas que solamente se encuentran en dicha lengua.
Letras del alfabeto como Ayn, Ghayn y Daal, son las pesadillas de todos los estudiantes que se aventuran a conocer el ‘garabato’ que hablan más de 530 millones de personas.
Los árabes dicen que su habla es la lengua del Daal, debido a la dificultad que tienen los extranjeros con aquel sonido, y que el único que verdaderamente dominaba el vocablo era el profeta Mahoma (una de las miles de atribuciones que se le hace al profeta en tierra Islámica).
Otra de las dificultades, capaz de frustrar a los académicos de la lengua, es la cantidad de variaciones lingüísticas que existen.
El árabe es una treintena de lenguas en una, comenzando por el árabe estándar moderno (AEM), utilizado en el árabe escrito y en las cadenas de televisión.
Esta es la lengua en la que un egipcio y un libio se comunicarían, ya que si trataran de conversar el idioma en sus versiones locales se encontrarían de nuevo en la torre de babel. El AEM es una de las dos variaciones del idioma comúnmente impartidas en las escuelas de árabe, en conjunción con el Árabe Clásico, que proviene directamente del Corán. Estas dos variaciones componen el término ‘fusha’, que se refiere a la lengua Árabe ‘correcta’.
El único problema de aprender estas variaciones del idioma es que aunque otorga la capacidad de leer los periódicos y disfrutar de algunos programas de televisión, no garantiza entender a los árabes cuando residas o visites sus países.
Para esto es necesario mudarse en alguna región y aprender la lengua local allí hablada.
Sin duda, en el mundo árabe es más fácil dejarse entender que comprender lo que pasa a nuestro alrededor.
La importancia del lenguaje árabe ha sido catapultada por el Islam. Esto se me hizo claro cuando decidí comprar un Corán traducido al inglés en tierra Yemenita.
“Traducir el Corán es haram (pecado)”, me decían la mayoría de barbudos que atendían las librerías. “Aprende el lenguaje primero y luego lo lees”, me decía uno enseriado, como si me estuviera diciendo que aprenda a tocar la güira.
El Corán, según la mayoría de los árabes, es la máxima exposición del lenguaje jamás escrita. “Es inconcebible que un ser humano escribiera el Corán”, me decía uno de mis colegas. “Es por eso que estamos seguros de que es un libro dictado por el mismo Dios”, me decía candoroso.
El Islam ha propagado la lengua árabe por todo el planeta, íntimamente influenciado a los 1.2 billones de musulmanes que practican la religión de Mahoma.
“Es para mí un sueño poder leer el Corán en su idioma”, me confesaba Shanti, una musulmana proveniente de Indonesia que tenía más de un año residiendo en Yemen.
“En Indonesia, muchos musulmanes se han aprendido el alfabeto árabe para poder leer el libro en su versión original, aunque la mayoría no entiende lo que leen”, me decía Shanti entre risas.
“Aunque esto no les deja de transmitir la profundidad espiritual que buscan”, expresaba con rostro más serio mientras se disculpaba para irse a rezar, ya que el llamado a la oración comenzaba a resonar por el megáfono de la mezquita local.
Así como el árabe ha influido enormemente en la lengua española, los idiomas que moldearon al árabe también se han hecho parte fundamental de la lengua española.
Palabras antiguas del idioma sanscrito como ajedrez y alcanfor, palabras provenientes del persa como azul, naranja y jazmín, y palabras griegas como arroz, acelga y alquimia, son parte de nuestro diario hablar.
Sin saberlo, el vínculo que nos une con estas culturas que observamos indiferentes en las noticias está más vivo que nunca.
Aunque he tenido la dicha de estar sumergido en lo más profundo del mundo árabe por ocho meses, todavía no estoy ni cerca de dominar el lenguaje.
Lucho diariamente con la algarabía de palabras que me son disparadas por todos los que me rodean, y al pasar las semanas me doy cuenta que este idioma fue diseñado para los hijos del desierto.
“No pierdas la esperanza Alan. ¡Lo vas a dominar!”, me dice la profesora vocacional del programa que administro, mientras observa mi frustración mientras ‘garabateo’ con uno de los pacientes. “Inshallah”, le respondo afectuosamente mientras retomo mi compostura. ¡Inshallah!