Así como la niebla se desnuda incógnita ocultando lo que yace en su interior, el amor en tierra Yemenita es una fuerza que se redime en privado, atestiguado únicamente por las paredes que comparten su secreto.
Las mujeres caminan por las calles en universos paralelos, donde la presencia del género masculino se desvanece en las fisuras de la indiferencia y en la oscuridad de la vergüenza.
En público, las demostraciones amorosas son reservadas única y exclusivamente para individuos del mismo género, revelándose pintorescamente en costumbres como caminar tomado de las manos y saludarse besándose el cuello.
En Hais, Yemen, el pequeño poblado donde residí por más de un año, la dinámica entre parejas es sumamente compleja.
“¿Es cierto que si ves a tu esposa en la calle no la puedes saludar?”, le pregunto confuso a Bakheel, que acaba de escupir el Qat que cobijaba su boca desde temprano.
“Pues no se debe”, me responde con la serenidad típica de los habitantes del Tihama.
“Lo que complica el asunto es que al llevar el velo facial, ningún hombre de la comunidad conoce a mi esposa, y por ende, si me ven hablando con cualquier mujer, queda la duda de con quien hablaba. Imagínate, pueden hasta pensar que platicaba con sus esposas, lo que conllevaría un serio problema!, me explica humoroso, desvelando las connotaciones más sutiles de convivir con el anonimato del genero opuesto.
El sexo, aquella magnánima fuerza capaz de mover montañas, se atraganta en el recelo de los tabúes, como un volcán sellado incapaz de explotar.
Los hombres solteros sueñan intensamente con la idea del matrimonio, la única manera de canalizar su cohibido apetito sexual.
Las mujeres, al ser víctimas de la mutilación genital, la cual se práctica hoy en día en algunas regiones de la nación, imponen su glacial actitud frente al sagrado acto.
Combinado con el temor que se les imbuye desde pequeñas, generalmente para prevenir embarazos no deseados que deshonrarían a la familia, la sociedad Yemenita se balancea entre la exasperación de la represión y el desborde de testosterona que rigen los asuntos masculinos.
Es por esto que bajo las superficies de las rutinas diarias, se esconde un universo secreto regido por las frustraciones y exaltaciones de un pueblo incapaz de eyacular su hambre de deseo.
Rituales Polémicos: La ‘Circuncisión’ Femenina en Tierra Yemenita
“¿Abdullah, cuáles son los efectos de la mutilación genital femenina?”, pregunto con cara de ingenuo, tratando de descubrir las razones que abalan esta desalmada costumbre.
“Como ya sabrás, aquí en el desierto del Tihama el calor es inaguantable”, comienza a explicarme Abdullah, fisioterapeuta profesional que trata decenas de pacientes diarios, visiblemente incómodo mientras comienza abordar el controversial tema.
“Por ende, en un intento de aplacar el incontrolable deseo sexual que sienten las mujeres mientras están sujetas a estas altas temperaturas, muchos de los habitantes del Tihama prefieren que sus mujeres estén ‘circuncidadas’ para así no dudar de su fidelidad”, me explica convencido, como si estuviera recitando un libro de medicina.
“¿Y a tu hija, ya la circuncidaron?”, pregunto atrevidamente, empujando al límite la confianza que hemos cultivado en los últimos meses. “Pues sí, aunque solo se le realizó una pequeña escisión”, me confiesa avergonzado.
Aproximadamente un cuarto de las mujeres Yemenitas han sido víctimas de la mutilación genital.
En las zonas costeras aledañas al Mar Rojo, donde se encuentra el pueblo que me albergó por más de un año, casi un 90% de las mujeres están mutiladas.
Los sociólogos aseguran que esta costumbre no es oriunda de Yemen, y que ha sido introducida por inmigrantes provenientes de Somalia y otros países de África del Este, donde la costumbre se asienta desde hace milenios.
Debido al extremo conservadurismo cultural, la práctica encontró tierra fértil en Yemen, donde se ha mezclado con algunas tradiciones ortodoxas Islámicas.
Algunas de los problemas a corto plazo relacionados con la práctica incluyen hemorragias, infecciones, retención urinaria, dolor prolongado, depresión, y ansiedad.
Muchos de los defensores de la práctica aseguran que es un elemento clave en la realización femenina dentro del contexto cultural Yemenita.
Otros tratan desesperadamente de buscarle explicaciones teológicas, exaltando que vuelve a las mujeres más nobles y puritanas. “Bakheel, y que tu opinas de esta práctica?”, le pregunto al más estudiado del grupo, a sabiendas de que tiene una niña de tres años y que debe de haber ya tomado una decisión al respecto. “Para serte sincero, aquí en el Tihama el hombre tiene muy poco que ver con esa decisión”, me dice Bakheel con su mirada desconcertada. En mi casa yo estaba negado a que se lo practicaran a mi pequeña Layla, ya que como aprendí en la universidad, la práctica pone en riesgo la salud de la mujer. Aunque durante los primeros meses de la vida de Layla mi decisión parecía haberse entendido, una mañana en la que me encontraba en el trabajo, mi mujer y mi suegra la llevaron donde la Rayissa sin mi consentimiento (mujeres que se especializan en el procedimiento de ablación), y cuando regrese a mi hogar ya era muy tarde. Lo que comprendí al final es que es sumamente complejo destruir una tradición que ha sido transmitida de generación en generación por centurias. Debido a que la mayoría de mujeres han sido mutiladas, aquella que desea ser diferente se tiene que enfrentar a todo un sistema de creencias y a una sociedad resistente al cambio”, dijo Bakheel tratando de hacerme entender.
“En fin, es una tradición creada en un contexto cultural donde predomina el miedo a la sexualidad femenina, donde el temor al pecado y a la deshonra justifica cualquier tipo de procedimiento que pudiera salvaguardar el honor de la familia.
Aunque el gobierno Yemenita no condenaba esta costumbre, mediante un decreto estipulado en enero del 2001 la práctica ha quedado prohibida en clínicas y hospitales.
Nueve años después, las Rayissas abundan en Yemen, y la práctica todavía prevalece en la cultura local. “El Corán no menciona este fenómeno”, me explica Hassan, que se casó con una mujer de la sierra, adonde se condena la práctica. “Gracias a Dios mi mujer no está ‘cortada’”, afirma vigorosamente mientras algunos de los hombres se quejan de la apatía de sus esposas.
“Les confieso, a mi mujer le encanta tomar la iniciativa”, me anuncia orgulloso y avergonzado a la misma vez, honrando la indiscreción que lo caracteriza mientras los demás lo miran espinosos, como si fuera conocedor de alguna dimensión a las que todos quisieran acceder.
Mientras el grupo de hombres se sumerge enajenado en el etéreo atardecer desértico, los secretos del Reino de Saba se vuelven a ocultar bajo las sombras de la modestia, y una vez más, el status quo prevalece por encima de todo lo demás.