‘En bola’ en el viejo continente
La carretera yace silente, ahogándose sin quererlo en la neblina que la asedia.
Como un túnel grisáceo esculpido en misterios, el destino del viajero errante se fusiona directamente con la naturaleza de aquella carretera insondable, que cargando un millón de posibilidades, seduce febrilmente su alma indomable.
Es un frío día de verano en las llanuras holandesas, y su pulgar apunta al cielo mientras los escasos vehículos que corroen la vacuidad del olvido vuelan a su lado por entre la bruma.
La adrenalina corre por su sangre como una jauría de lobos acechando a su vulnerable presa.
La ruta no está definida, y su destino todavía es incierto.
Lo único seguro es que marchará por donde quiera el camino. Por donde la voluntad colectiva decida llevarlo.
Los primeros rayos del sol lo acechan escrupulosos por entre las nubes, atisbando su tímida pose que todavía no ha digerido la idea de que estará viajando por toda Europa a expensas de decenas de conductores. Mientras sus contemporáneos se han decidido por las agradables cabinas del tren y los confirmados horarios de autobuses, el viajero estará exponiendo su cuerpo a los antojos de la naturaleza y a los caprichos del destino.
Pero más importante, estará apostando por la compasión de una humanidad en la que quiere confiar.
“Viajar en ‘autostop’ es un acto de fe.
La entrega debe ser absoluta.
La paciencia eterna,” le había dicho Gregor, aquel fascinante polaco que había recorrido el planeta a costa de su pulgar y que había causado en él una revolución interior que ahora se traducía en el inicio de aquella tendida aventura.
Aquella carretera, con su sol pasmado y su neblina tierna, fue testigo del inicio de un largo viaje hacia el este de Europa y el norte de una fantasía que comenzó a concretarse inmediatamente: El primer vehículo se detuvo luego de unos pocos minutos de espera, y una simpática conductora le preguntó adonde se dirigía. “Donde me lleve usted y el viento”, le contestó, y con la espontaneidad de un relámpago, partió hacia tierras desconocidas que jamás soñó conocer.
Durmiendo en el Camino
“Lo primero que tienes que saber”, dijo Gregor mirándolo fijamente a los ojos, “es que tienes que estar preparado para dormir donde te caiga la noche. He dormido en parques, gasolineras, estaciones de tren, estaciones de autobús, en fin, en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. Si eres capaz de hacer eso, puedes recorrer el mundo entero con muy poco dinero”, le dijo mientras caminaban en las colinas de Galicia recorriendo el Camino de Santiago.
“Además, el entrar en contacto con decenas de conductores te hará conocer la realidad de los países que visites. No te imaginas las historias que me han contado. ¡Ya verás!”, le dijo al viajero, que desde aquel momento comenzó a incubar aquella idea que más adelante lo llevaría a atravesar trece países europeos y recorrer más de diez mil kilómetros.
Los Duros Inicios
Las palabras de Gregor retumbaban en su mente mientras una deprimida gasolinera recibía al viajero errante. Eran las once de la noche y más de siete conductores lo habían impulsado a salir del territorio Holandés y entrar en tierra Alemana.
Exhausto, examinó el lugar para ver si encontraba algún lugar idóneo para echar su saco de dormir y acotejar su estropeado cuerpo.
Compró dos botellas de agua justo antes de que la gasolinera cerrara el ‘foodmart’, y junto a un viejo árbol se introdujo en su saco de dormir mientras las estrellas titilaban sobre su semblante camuflajeado de oscuridad.
No podía creer lo que estaba haciendo.
Se sentía frágil, vulnerable, totalmente expuesto a la merced del universo.
Se quedó un largo rato sumergiendo su mirada en la infinitud del cielo abierto, que avasallaba con su inmensidad su alma desnuda.
Cerró sus ojos, y antes de saberlo, se olvidó por completo de aquella aventura y de aquella carretera que tenían captivo su espíritu bohemio.
“!Señor, señor!”, decía la voz.“Tiene que levantarse. En cualquier momento abrirán el lugar y no puede estar durmiendo aquí”, le decían dos policías mientras el viajero despertaba de su largo letargo.
El sol ya se balanceaba sobre el horizonte, llevándose la bruma que había poblado el día anterior. “!Si, Si, ya me levanto”, dijo el viajero antes de comenzar a doblar su saco de dormir, que cubierto de rocío delataba las largas horas que había permanecido anclado en aquella noche fresca. Decenas de vehículos ya comenzaban a recargar su combustible, y como le había especificado Gregor, “…de gasolinera en gasolinera puedes recorrer toda la tierra. Es el mejor lugar para pedir aventón”.
Luego de tomarse un café en el foodmart, y lavarse su cara estropajosa en el baño del comercio, el viajero estaba listo para continuar su larga travesía.
“¿Hacia dónde te diriges?”, le preguntó una encantadora señora justo después de que el viajero practicara su elocuente discurso de introducción.
“Iré hacia donde usted vaya”, le dijo el viajero entregado de lleno a los antojos del camino.
“¿Pues voy rumbo a Berlín, te interesa?, le dijo la señora cayéndole en gracia el arrojo del trotamundos. “Pues Berlín será”, dijo, justo antes de montarse en el vehículo y entregarse una vez más a la insospechable voluntad de aquella enigmática carretera.