El Peregrino
Aquella mañana me había levantado temprano.
Los últimos ochenta kilómetros del Camino de Santiago se abrían por entre las colinas de Galicia como arterias abiertas, listas para oxigenar la conclusión de una experiencia que había sembrado en mí la sed de viajar, de descocer mis parámetros culturales para reinventarlos en las alquímicas dinámicas de otras culturas.
El reloj marcaba las cinco de la mañana, y como sus manecillas, mis piernas ya habían comenzado a calcar su ritmo por entre la penumbra.
Por algún extraño impulso, había decidido terminar el camino aquel día; caminar de sol a sol hasta llegar a la anhelada ciudad de Santiago de Compostela.
Cerca del mediodía, después de treinta kilómetros de caminata y ya con el sol balanceándose sobre mi agobio, decidí comprar algo para mitigar el hambre.
El plan era almorzar caminando para no perder tiempo, y así aumentar el chance de poder llegar a Santiago sin dejarme vencer por el cansancio.
Ya con sesenta kilómetros recorridos y con las piernas bastante adoloridas, decidí sentarme en una alcantarilla para recuperar mis fuerzas.
Mientras acomodaba mi mochila y sentía mi cuerpo adormilarse en las garras del agotamiento, un señor de apariencia septuagenaria se sentó a mi lado.
Según él, había recorrido el camino una docena de veces, y como luego habrían de confirmar sus palabras, había aprendido muchas cosas durante los miles de kilómetros recorridos.
Mientras charlábamos, le pregunté que cual era la enseñanza más importante que había extraído de la milenaria ruta. “Mas camino, menos Compostela”, dijo.
“Si queremos vivir la vida plenamente, debemos enamorarnos del método, no del resultado. En el caso del Camino, la verdadera enseñanza radica en aprender a amar el caminar, y olvidarse por completo de la meta. La mayoría de los hombres viven su vida siempre enfocados en lo que desean conseguir, y se olvidan de que lo verdaderamente importante es aprender a amar los pequeños pasos que nos llevan a nuestros destinos. Olvídate de la llegada a Santiago, y empéñate en disfrutar cada paso que des hasta llegar allí.”
El señor se levantó y me deseó un feliz resto de viaje.
Me quede allí sentado observando el atardecer, que desplegaba su colorida visión del mundo por todo el cielo raso.
¿Por qué quería llegar con tanta desesperación a Santiago?, me pregunté, mientras las sombras de lo absurdo oscurecían mi insistencia.
Me levanté y caminé hasta el hostal más cercano, donde pagué la noche y decidí disfrutar al máximo mi última noche como peregrino.
Al día siguiente, caminé los últimos veinte kilómetros de la ruta totalmente atento, dejando que mi consciencia se elevase por cualquier pensamiento que viniera a asaltarla. El verdor de las montañas gallegas rebozaba mis pupilas de vida. Las aves cantaban sus diáfanas melodías sobre la dulce afonía de los valles. Los campesinos de Galicia trabajaban sus tierras, extrayendo su sustento de las comarcas donde habían nacido.
La vida parecía rebosarse sobre sí misma, embadurnada de la dulce catarsis que produce la sobredosis de existencia. En aquel momento algo se me hizo bastante claro: Los destinos no importaban.
Los destinos eran simplemente una excusa para vivir el proceso, el meollo mismo de la vida. La verdadera sabiduría yace en enamorarse del transcurrir, del cambio, del inconmensurable presente que vierte su penetrante savia sobre las turbinas del alma.
Y así, sin darme cuenta, avisté la catedral de Santiago de Compostela totalmente absorto en la naturaleza que me rodeaba, sintiendo el infinito gozo que emana de una mente colmada de paz.
De vuelta a lo cotidiano
¿Por qué algunas personas logran vivir vidas plenas, mientras otras se quedan siempre al borde del camino, con su mirada puesta en un horizonte que nunca termina de concretarse?
Muchos hombres y mujeres de éxito han llegado a la conclusión de que la gente exitosa simplemente ama lo que hace. Y por medio de ese amor, que los sumerge de lleno en el presente, logran catapultar sus quehaceres a los más altos niveles de excelencia.
Los grandes fisiculturistas aman el levantar pesas y el comer sano. Los grandes músicos aman el instrumento que tocan y son capaces de permanecer largas horas practicando. Los grandes empresarios aman crear empresas y trabajar arduamente. Los grandes escritores aman escribir historias que conmuevan el espíritu de los demás hombres.
Los seres humanos exitosos saben que la victoria no radica en perseguir el dinero, en perseguir la fama, en perseguir la trascendencia por medio del arte.
El éxito solo se logra amando profundamente el proceso, amando aquello que nos permite reflejar lo más sublime de nuestros espíritus para forjar con ello la materia. Sin duda, el éxito es solo un efecto secundario del amor que le tenemos a lo que nos apasiona, y si queremos convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos, tenemos que interiorizar el lema del peregrino, “más camino, menos Compostela”, y poner nuestros corazones en el método, no en el resultado.